¿Un oftalmólogo ciego?


Mat 7:3  ¿Por qué te pones a mirar la astilla que tiene tu hermano en el ojo, y no te fijas en el tronco que tú tienes en el tuyo?

Esta pregunta la realizó Jesús a sus oyentes en el sermón del monte y expresa una realidad curiosa en la manera de proceder del hombre, que nos es común a todos, y que, indudablemente, es una consecuencia de nuestro pecado. Estoy hablando de la gran habilidad que los hombres tenemos para identificar los errores, faltas o pecados que comete nuestro prójimo, y la gran dificultad que tenemos de ver los propios.

Jesús no solo identifico esta actitud pecaminosa en el hombre, sino que también habló de sus consecuencias. En este pasaje el Señor identifica dos consecuencias negativas:

Primeramente, habla del daño que podemos hacer a nuestro prójimo. Para enseñarnos de este tema el Señor usó una interesante analogía. Un hombre con un tronco en el ojo que le impide ver, intentando sacar una astilla del ojo de su hermano, ¿Podemos imaginar el resultado de dicha intervención? El ojo es una de las partes más sensibles y delicadas del cuerpo y se requiere de buena visibilidad y mucha precisión para intervenirlo sin terminar causando un daño mayor, pero en este caso, el que practica la operación es un hombre que no puede ver porque tiene un tronco en el ojo. Esto suena realmente absurdo, nadie en esas condiciones se arriesgaría a intervenir el ojo de un amigo, un oftalmólogo ciego es algo ridículo y es la idea que el Señor nos quiere trasmitir. 

En el versículo cuatro dice: Y si tú tienes un tronco en tu propio ojo, ¿cómo puedes decirle a tu hermano: 'Déjame sacarte la astilla que tienes en el ojo'? Así como sería absurdo, peligroso e infructuoso que una persona que no puede ver, intente intervenir el ojo de su amigo, así también es absurdo, peligroso e infructuoso que nosotros los pecadores vivamos intentando acabar con el pecado de los demás.

Por muy buenas intenciones que tengamos, si intentamos intervenir el ojo de nuestro amigo sin poder ver con claridad, terminaremos causándole más daño del que ya tenía. De la misma manera, cuando vivimos pendientes de los pecados ajenos y descuidamos los propios, somos como oftalmólogos ciegos que en vez de ayudar, estamos causando más daño a nuestro prójimo. Nos llenamos de orgullo, nos sentimos superiores, menospreciamos a nuestro prójimo y terminamos juzgando, criticando, murmurando, difamando, acusando y causando más daño. En los dos casos, el de la astilla y el del pecado, el más afectado es nuestro prójimo que resulta pagando los daños de nuestro necio y pecaminoso proceder.

La segunda consecuencia tiene que ver con nosotros, cuando vivimos pendientes del pecado ajeno, aparte de dañar a nuestro prójimo, nos perjudicamos a nosotros mismos. En la analogía que usó el Señor, el hombre que pretendía ayudar a su amigo, por estar tan pendiente de la astilla en el ojo ajeno no se daba cuenta que en el suyo había un tronco. El hecho de vivir pendiente del pecado de nuestro prójimo, no nos permite ocuparnos de nuestros propios pecados. Esta actitud exacerba nuestro orgullo y nos lleva a considerarnos mejores que los demás, terminamos diciendo como el fariseo: gracias Señor porque no soy como mi hermano. Vivir pendiente del pecado de nuestro prójimo estanca nuestro crecimiento, de tal manera que no podemos avanzar como personas ni como creyentes.

En su analogía, el Señor termina con una amonestación y una solución práctica para esta actitud pecaminosa, el versículo cinco dice: ¡Hipócrita!, saca primero el tronco de tu propio ojo, y así podrás ver bien para sacar la astilla que tiene tu hermano en el suyo. La amonestación es muy clara, vivir pendiente del pecado de mi prójimo y descuidar mi propia vida equivale a ser un hipócrita.

La solución también es muy clara, el Señor nos manda quitar la mirada de nuestro prójimo y ponerla en nosotros mismos. Debemos primeramente considerar nuestra propia situación, reconocer nuestra propia ceguera, ser conscientes de la necesidad que nosotros mismos tenemos de ser sanados y ocuparnos en nuestra propia realidad. El incrédulo no puede aceptar su situación pecaminosa, pero el creyente sí, esa es una de las características de la verdadera conversión.

1Juan 1.7-10 dice: Pero si vivimos en la luz, así como Dios está en la luz, entonces hay unión entre nosotros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado.

Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no hay verdad en nosotros; pero si confesamos nuestros pecados, podemos confiar en que Dios, que es justo, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad.

Si decimos que no hemos cometido pecado, hacemos que Dios parezca mentiroso y no hemos aceptado verdaderamente su palabra.


Los creyentes somos conscientes de nuestra condición, sabemos que somos pecadores y estamos en proceso de santificación. El llamado constante de las Escrituras es a ocuparnos de nosotros mismos, a arrepentirnos de nuestros propios pecados, a hacer frente a nuestra propia maldad.

Solo cuando somos conscientes de nuestros pecados y nos ocupamos de nuestra propia santificación es que podemos considerar correctamente la situación de nuestro hermano. Tratar con nuestro propio pecado nos pone en el lugar apropiado con relación a los demás creyentes. Ya no los vemos con menosprecio como personas inferiores, los vemos como hermanos que están luchando a nuestro lado en la misma guerra, que están batallando como nosotros contra sus propios pecados. Así como deseamos para nosotros la victoria sobre nuestra propia maldad, también deseamos que nuestro hermano tenga victoria sobre la suya y le ayudamos en oración.

El llamado del Señor es a ocuparnos del tronco de nuestro propio ojo, a dejar de juzgar, de condenar, de acusar, de publicar pecados ajenos, de señalar. El llamado es a apartarnos de la murmuración, del chisme, de la difamación. Debemos dejar esa actitud farisea y ser conscientes de nuestros propios pecados, de nuestras propias faltas y debilidades. El llamado del Señor es a que seamos sinceros, a que confesemos nuestros propios pecados en arrepentimiento y fe, a que luchemos contra nuestra propia maldad en el poder de Jesucristo.

Quiera el Señor darnos una boca diligente para confesar nuestra propia maldad, unos ojos atentos para identificar nuestros pecados con más facilidad de la que identificamos los de los demás, y un corazón que aborrezca las faltas propias tanto como aborrecemos las faltas de nuestro prójimo.

Oh Dios, ¡pon en mí un corazón limpio!,
¡dame un espíritu nuevo y fiel!
Salmo 51:10

Pastor Henry Velásquez.
IPBR - Bosa.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Los crucificados

Juventud, una gran oportunidad

La caja de Pandora